jueves, 27 de octubre de 2016

LOS PAISAJES DE MATÍAS DUVILLE, UNA ESCUELA PARA LA MIRADA

Los paisajes de Matías Duville, una escuela para la mirada

En el espacio Contemporáneo del Malba se acaba de inaugurar «Safari», una muestra de Matías Duville, artista nacido en 1974 que creció y se formó en Mar del Plata. Duville exhibe sus últimas indagaciones sobre el paisaje: relata sus experiencias de viajes a través de medio centenar de dibujos, un video, un objeto y una extensa serie de fotografías que se proyectan acompañadas por una banda sonora.
Alaska y Mar del Plata son destinos que se desdibujan en las obras. Estos lugares geográficos que se perciben lejanos, con sus cualidades acotadas, son sin embargo el origen de los paisajes.
Con el afán de apresar las imágenes de un nuevo horizonte, Duville partió de viaje con una cámara de fotos. Luego, si bien las fotografías tienden a anular los aspectos típicos, en los dibujos reaparecen reducidas a unos trazos nerviosos y, por lo general, esquemáticos. El artista plasma con carbonilla sus visones particulares: rescata formas, ritmos, climas, sensaciones, sin llegar nunca a la abstracción, apegado siempre a un ambiguo relato.
Desde las primeras exposiciones en el escenario porteño, la obra de Duville se ha destacado por la identidad inconfundible que ostentan sus trazos, por el gesto incisivo de su línea, reconocible a simple vista. El énfasis, la potencia del gesto que queda impresa en el papel, convierten la obra en una expresión de genuina vitalidad. Duville tiene estilo.
Por otra parte, más allá de la espontaneidad, del dominio del oficio y el despliegue de energía, hay ciertas condiciones de la naturaleza que el artista nos descubre y que habían permanecido ocultas a pesar de estar frente a nuestros ojos. Allí están las mareas con olas desencontradas, el movimiento especial de unos pastizales o la curva inesperada de una rama. Nada nuevo. Es el secreto de Van Gogh y los trigales ondulados y los cipreses retorcidos. Se trata tan sólo de ver y subrayar algunas peculiaridades.
Duville es intuitivo. Pero para aclarar el sentido de las imágenes de la pantalla, observa: «Quería imágenes en blanco y negro porque me parecía que el sonido entraba mejor». Gran parte de los dibujos en carbonilla también están realizados en blanco y negro. En esta muestra, la sensibilidad e intensidad de la mirada se combina con los gestos poéticos de la mano que, a la vez, coinciden con el rítmico sonido de la banda The Pupils. «Quería trabajar desde lo visceral, desde lo que me pasaba con esas imágenes y el audio», señala el artista, y agrega que su pulso y su oído funcionan a la par, en un mismo tiempo.
El curador de la muestra, Santiago García Navarro, observa que las fotos acaban por parecerse a los dibujos, que la lente detecta en el paisaje elementos característicos de la obra de Duville, y no a la inversa, como era dable esperar. Es decir, las fotografías de los pedregales, las montañas, los valles y las araucarias, se asemejan a los pedregales, las montañas, los valles y las araucarias, que desde hace años pinta el artista. Todo confluye en la muestra. Hasta es posible advertir que el aspecto primitivo de los rasgos del dibujo, coincide con la identidad un poco áspera y retraída de Duville. Ni las líneas ni las palabras fluyen sueltas y ligeras, se construyen más bien con impulsos. «El relato surge solo, sin imagen previa», observa el artista. En su obra reaparece la inspiración, la intuición e irracionalidad romántica.
En la serie de dibujos pintados con barro el artista encuentra cuestiones esenciales del paisaje. Hay una visión del mundo que trae el recuerdo de Borges, cuando describe el «barro elemental, barro de América». Estas obras remiten al origen (el barro) pero también a un oscuro presente (la naturaleza degradada). Son atemporales y ése es uno de sus atributos. El color cálido de la tierra modifica la escala cromática más bien fría del resto de las obras.
En una de las pinturas, los fenómenos de la materia, la opacidad de la tierra color siena calcinada, cobran la forma de un islote arrastrado por una inundación. La obra se titula «Hotel Palmera», nombre cargado de resonancias para una patética imagen de la desolación: los restos frágiles de un edificio abandonado. Pero la tragedia de la imagen, los signos claros de un mundo que se autodestruye, se compensan con la potencia del trazo, con un gesto poderoso de afirmación existencial.
La exposición se exhibe con un montaje que recrea las salas de una casa, espacios que le brindan intimidad al espectador. En el medio de la sala hay un gigantesco anzuelo, está sujeto a una cadena que se extiende hasta las escalinatas que llevan al lobby. Así, la cadena queda afuera de una muestra con connotaciones fantásticas que provoca extrañamiento, llega hasta donde se vislumbra la vida.

Matías Duville
en Contemporáneo 29: Safari
Hasta el 29 de agosto
en Malba
por Ana Martínez Quijano
Compartir:www.ramona.org.ar

1 comentario:

  1. José Steinsleger

    El barro de la historia
    .

    Rara avis: el investigador del país rico que sin prejuicio estudia las luchas anticoloniales y antimperialistas. Plaga corriente: el del país pobre atento a la cotización ideológica del mercado editorial-académico, para después hablar de su realidad con antiparras conceptuales ajenas a ella.

    La interpretación de la historia responde a mecanismos subjetivos (ideología). Pero sus hechos son objetivos (política). No está mal creer que las pirámides de Egipto fueron levantadas por marcianos. La hipótesis, seguramente, resulta más atractiva que el análisis de la esclavitud de aquellos tiempos. Dar rienda suelta a la imaginación reconforta.

    El poder necesita de su propia versión de la historia: a inconciencia mayor, ciencia menor. Por esto, al calor de los bancos y las corporaciones económicas destruye pueblos y culturas enteras, en tanto sus medios de información aseguran que Dios está de su lado. El poder pretende rescribir la historia. Su historia.

    Empezando por las de amor (historia del mundo), la historia de los pueblos es una masa informe de sangre y violencia, muerte y sufrimiento. Entonces es lógico que algunos intelectuales sensibles idealicen los hechos, pues más que el pasado o las potencialidades de futuro, la historia revela las angustias del presente.

    Del Código de Hammurabi a la invasión de Irak, del "no matarás" de Moisés a la revolución cubana, siempre ha sido así. "Los hombres y los pueblos nunca han aprendido nada de la historia, y siempre han desperdiciado sus lecciones", dijo algún griego.

    ¿Serán las revoluciones de la historia como el camino del infierno, sembrado de buenas intenciones? "El fundamento único de la sociedad civil es la moral", observó Robespierre. En su "Informe sobre los sospechosos encarcelados", Saint-Just apuntó: "Las revoluciones van de debilidad a audacia y de crimen a virtud". En otro texto: "La República francesa no recibe visitas de sus enemigos, y no les envía más que plomo".

    En fin... la guerra. A más de las 11 mil vírgenes... ¿hubo revolución social que alguna vez se haya librado entre "malos" y "buenos"? En ambas trincheras hubo héroes, personas con dignidad o sin ella, criminales y extremistas de pelo en pecho como Fouché, quien votó en favor de la muerte del rey y acabó como jefe de policía de Napoleón.

    No estaría mal que a más de predicar la necesidad del "hombre nuevo", la "moral revolucionaria" y que el buen revolucionario "está lleno de sentimientos de amor" (causas por las que vale la pena luchar), la izquierda ilustrada considere que un revolucionario puede también ser un canalla. Porque en el papel resulta fácil escribir con halo de santidad y asumirse como buen chico tolerante y antidogmático, olvidando que, según Marx, "las circunstancias las hacen cambiar los hombres".

    Cuando es a fondo, la revolución social es el acontecimiento caótico y violento por excelencia: injusticia, excesos, crímenes. Mas sería pecar de ingenuo concebir el progreso humano sin sus aportes liberadores. Claro, también puedo decir que el hombre es una caca, serenando mi espíritu con las epístolas de San Pablo, Paulo Coelho y Fernando Savater. Uno escoge.

    La carga de violencia de una revolución ("la bola"), es directamente inversa y proporcional a los obstáculos que debe vencer. Vivimos en una época en que las clases dominantes han llevado los ideales de armonía social a límites insostenibles. Y lo peor es que no quieren darse cuenta de los vientos que andan sembrando.

    De los "humanistas" cabría esperar conciencia y honestidad. Está bien que en sus devaneos recuerden los principios de la Gran Revolución: libertad, igualdad, fraternidad. Está mal olvidar que nada de esto excluyó el uso de la guillotina. Entre los métodos extremos de una revolución y el modo de repartir el pastel, hay vasos comunicantes.(...)
    www.jornadas.unam.mx

    ResponderEliminar