lunes, 26 de diciembre de 2011

EL LIBRO DE ARENA-JORGE LUIS BORGES

El libro de arena (*)
Jorge Luis Borges

...thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)

El libro de arena (Daniela Mastandrea) (**)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
-Vendo biblias -me dijo.
No sin pedantería le contesté:
-En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif.
Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
-Será del siglo diecinueve -observé.
-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.
En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
-No -me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
-Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
-Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
-Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
-No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita aceptan cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
-Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
-¿Usted es religioso, sin duda?
-Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
-Y de Robbie Burns -corrigió.
Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
-Le propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
-A black letter Wiclif! -murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
-Trato hecho -me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.
Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

***
Nota (S.R.):
(*) Hemos querido incluir aquí una breve frase del final del libro en las palabras de su autor: “Dos objetos adversos e inconcebibles son la materia de los últimos cuentos. ‘El disco’ es el círculo euclidiano, que admite solamente una cara; ‘El libro de arena’ un volumen de incalculables hojas”.
Si tomamos nota ahora del inicio del cuento:
“La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico”.
Podemos en dicha reunión –en la de las dos frases- conjeturar que el objeto adverso a nuestro pensamiento e inconcebible en su realización no es otro que el infinito (lo incalculable) y la verdad (lo verídico). Siempre se ha insistido en ese aspecto de la cuestión. En la del infinito en relación a este cuento (como en la de la memoria en el ‘caso Funes’). Ahora bien, no podemos considerar el infinito sin la palabra infinito y sin el ‘modo geométrico’ o matemático o real (la arena y la imagen del desierto) que son sus soportes de visibilidad y de aprehensión sensitiva o conceptual (series numéricas, el transfinito de Cantor). Hemos agregado la verdad como otra cuestión que llega junto con la del infinito. ¿Es que se parecen? No afirmamos, desde ya, que sean simétricas. No. Creemos que su semejanza es que tanto el infinito como la verdad son dos infinitos. Y he aquí la clave: el infinito en su literalidad es: no-fin, sin fin. Prolongación continua que no llega a los límites.
Hasta aquí relevamos el infinito y la verdad como dos palabras acuciantes. Una palabra acuciante es la que conlleva múltiples palabras en sus pliegues, en sus posibilidades. Cuando decimos palabra no dejamos atrás a sus compañías cercanas, el silencio, el ruido, el vacío, el sentido y el sin-sentido, los significados y las comprensiones. Van juntos, lo que sucede es que a veces uno encabeza y el otro se retrasa y los puestos cambian según lo que vaya sucediendo en el orden de la palabra. Hay que estar muy atentos para percibir esos sutiles cambios y a veces uno se distrae. Es así. Nos suele suceder. 
Por eso existen esas palabras que albergan infinitos. Una de ellas es la propia palabra infinito. La otra que proponemos es la palabra verdad. Equívocos posibles: no es que haya infinitas verdades. Es que la palabra verdad alberga infinitos (posibles y no). Luego la verdad nos acucia cuando se hace aguda punta de la lanza. Y nos deja de acechar cuando alcanzamos la paz de saber de sus infinitos posibles.
¿Qué secretas esperanzas habrán cobijado los que forjaron tales palabras acuciantes? Lo que no tiene fin y lo que es verdadero (infinito, verdad). Que cada quien decida en su periplo que cariz tomarán esas palabras. Lo único que sabemos es que no nos son indiferentes.
Una última cuestión referida al libro. Dice J. Derrida hablando de E. Jabès (La escritura y la diferencia, pág. 103):
“Entre la carne demasiado viva del acontecimiento literal y la piel fría del concepto, transcurre el sentido. Así es como éste pasa al libro. Todo pasa al libro y en el libro. Todo tiene que habitar el libro. También los libros. Por eso el libro no está terminado nunca. Queda siempre en suspenso y a media luz”.
El libro no sufre de no ser terminado nunca. A nosotros nos toca esa tarea. Y en ese sitio preciso de lo inacabado se yergue la arena del desierto. El desierto y la arena: magnífica imagen de lo que queda aún por hacer. Aún por alcanzar (sentido). El libro y la arena estarán siempre por terminar. Nosotros no. 


***
Texto extraido de “El libro de arena”, Jorge Luis Borges, editorial Emecé, págs. 167-176, Buenos Aires, Argentina, 1975.
Selección y nota final: S.R.

Con-versiones diciembre 2011
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3 comentarios:

  1. El comienzo de esta pieza literaria de Borges es Euclidiana,sin embargo asombra,cómo va deslizándose,siempre en el plano del arte,hacia formulaciones matemáticas como las de Nicolai Lobachevski(1792-1856)que negó el quinto postulado de Euclides,estableciendo entonces las bases de una nueva geometría-no euclideana-que llamó hiperbólica o pangeométrica.Su relato se desliza hasta afirmar que "El disco es el círculo euclidiano que admite solamente una cara;"El libro de arena"un volumen de incalculables hojas".
    Encuentro aquí entramados entre el arte y la ciencia,como se da en Leonardo da Vinci.

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  2. La idea de infinito en las matemáticas comienza con Cantor en 1870,con sus trabajos sobre la teoría de Conjuntos.Hasta entonces los matemáticos no se planteaban la posibilidad de que,hubiera diferentes variedades de infinitos.Esta idea surge de la paradoja que maravillaba a Borges:de que el todo no es necesariamente mayor que cualquiera de las partes.Hay partes que son tan grandes como el todo.
    En el cuento, lo desafía a Borges(personaje)a abrir por la primera hoja "El libro de Arena".La tapa del libro de Arena sería el cero,la contratapa sería el uno,la páginas correspondería entonces a los números fraccionarios entre 0 y 1.Siempre hay números que se interponen:1/2,1/4,1/3,1/8.El método de enumerar fracciones lo descubrió Cantor,y,se lo conoce como el recorrido diagonal de Cantor.
    No hay contradicción entre el hecho de que dadas dos hojas de "El Libro de Arena",siempre hay otra intercalada,con el hecho de que cada hoja puede tener un número.Está numerada.
    Fuente:Guillermo Martínez,"Borges y la matemática",Buenos Aires Seix Barral 2007

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  3. Dice Borges "afirmar que lo verídico es una convención..." remite al teorema de la incompletitud de Gódel-hay afirmaciones verdaderas pero no son demostrables.La matemáticas mismas son incompletas.Todo sistema axiomático en el que no se puedan definir el conjunto de números naturales es incompleto.Esto significa que existe al menos una fórmula verdadera,indemostrable dentro del sistema.

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